lunes, 17 de agosto de 2009

Paranoias en el metro

Entró un hombre al vagón, presuroso junto a la manada urbana, llena de prisas, de preocupaciones de sexo, aquel tipo tenía un aspecto distinto, vestía cómodo, era barbudo y tenía cierto perfume a cerveza en su sudor, lentes obscuros, altura media, barriga prominente, se sentó a lado mío. Yo no estaba sentado en las sillas de plástico, no, yo prefiero estar sentado a media pompi en el tubo horizontal que descansa a lado de la puerta que no se abre. 

El hombre aquel leía el periódico, se ensalibaba los dedos para pasar de hoja, por lo general lo hacía cada dos páginas, supongo, que la humedad sólo le bastaba para leer los encabezados de tres páginas. Esa persona me provocó dudas, me erizara la piel cada vez que pasaba las hojas, cada vez que tomaba el periódico con sólo una mano, para llevar un par de dedos de la otra a su lengua, roja, amarillosa en el centro, definitivamente me provocaba un aire negativo. Justo cuando me iba a pasar al tubo de enfrente para evitar sentir la bruma de su presencia, se volteó y me preguntó la hora, como si quisiera anticipar mi intento de huir, le respondí – las diez y veinte, siguió leyendo, babeando las hojas de las diversas secciones. Paró el metro en la estación de Catalunya, la gente comenzó a salir apresuradamente, el bajaba ahí, pero antes de salir, levanto el rostro, sonrío, con sus dientes empapados en su vísceral sonrisa y me dijo – te quedan diez minutos de vida, güey– y se bajó, sonó el pitido que anuncia que las puertas se cerrarán, ahí todo cambió. 

El aire comenzó a agotarse, el sudor corría por la frente, el cabello húmedo se enfriaba con el aliento mórbido de aquel vago, paró el metro nuevamente, entraron una pareja, una hombre rubio de cabello largo, rizado, venía con su novia, una mujer delgada y marchita, empezó a besarla a tocarla, frente a mí, no podía, no resistía más y descansé la mirada en un el suelo, vi unos pies, seguí mirada arriba hasta topar con un anciano, me miraba, como cuando alguien mira con duda, sí, todo era claro, todos me miraban, todos me acosaban, unos besaban, otros leían, otros reían, parecía que reían de mí, sí, todo era claro alguien me mataría alguno de aquellos urbanos, algún psicótico en cualquier momento me mataría, lo sabía ya. ¿Qué hacía?, era inevitable, despedirme de mi familia, sentarme a leer, correr, qué se hace cuando te queda un suspiro de vida, qué hacer cuando la muerte o el mismo diablo viene a anticipar tu fin. La gente me acosaba, me veía, se reían de mí, me observaban, eran miradas profundas, cuando intentaba enfocarme en algún par de ojo, eran como hoyos negros, eran océanos que te ahogaban, revolcándote dentro de un iris vacío. Llegué a mi estación, me bajé corriendo sudando, pálido, con la cara inexpresiva, pasó enfrente mío, golpeándome, una gran cantidad de gente y por detrás otros muchos, y a lado se paraban otros. Una persona chocó conmigo, trompiqué y cuando levanté la vista, me di cuenta que era una señora de cabellos blancos, vestida con una gabardina café, tenía un pañuelo rosa en su cuello, traía puestos los lentes de leer, y estaba ahí, en medio de el tumulto, escribiendo con parsimonia, calma y con excelente caligrafía unos apuntes, ¿qué escribía? quizá la lista del súper, quizá una idea que espera no olvidar, quizá era una psicótica que escribía solo garabatos, no lo soportaba la gente venía hacía a mí, entonces vi las luces le metro venir, no lo pensé, eran ellos o yo, corrí hacía las vías y salté. 

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